En mi adolescencia era un fiebruo del voleibol. Mi equipo, LIDES, estaba integrado por jugadores de varios colegios y era entrenado por el profesor de educación física. Todos tuvimos -y aún tienen los muchachos de bachillerato- estos personajes inolvidables en nuestra formación que te ubicaban en la vida de la ciudad, en la conciencia social, en tu relación con el otro. Él nos decía que en los colegios no se aprendía la malicia del juego ya que ésta se movía en la calle y que si la queríamos encontrar teníamos que buscar la candela donde estaban los jugadores de verdad. Nos inició entonces en un periplo por una Caracas hasta el momento desconocida por nosotros que nos lllevó a jugar en las caimaneras del Parque Miranda (el de antes), San Agustín del Sur, la Bombilla, Mesuca, el Liceo Andrés Bello, el Pedagógico, la Facultad de Ciencias y la cachucha en la UCV.
Nos acostumbramos a jugar en estos sitios y vivir la malicia del juego; el amague, la jugada rápida, a reventar la bola, al cambio de velocidad pero sobre todo a aprender a perder hasta ganar. El ritual de aprendizaje incluía la salsa que resultó siendo parte importante de mi instrucción musical. La salsa animaba los juegos, la tribuna, los jugadores y entrenadores bailaban y coreaban las canciones de Fania y a veces servía hasta de guía porque cuando no sabíamos dónde quedaba la cancha seguíamos la música hasta encontrarla. Fue así también como me inicié en el baile.
Nos acostumbramos a jugar en estos sitios y vivir la malicia del juego; el amague, la jugada rápida, a reventar la bola, al cambio de velocidad pero sobre todo a aprender a perder hasta ganar. El ritual de aprendizaje incluía la salsa que resultó siendo parte importante de mi instrucción musical. La salsa animaba los juegos, la tribuna, los jugadores y entrenadores bailaban y coreaban las canciones de Fania y a veces servía hasta de guía porque cuando no sabíamos dónde quedaba la cancha seguíamos la música hasta encontrarla. Fue así también como me inicié en el baile.
Pero nunca fui un gran bailador
de salsa como mi amigo Néstor, cuya
colección de discos de este género era extensa y actualizada. Sus hermanas fueron
las que me enseñaron los pasos que sé y gracias a ellas me defendí en las
fiestas de entonces en la que mi juventud se paseó entre los sonidos de músicos
y cantantes como Willie Colón, Hector Lavoe, Maelo, Cheo Feliciano, Tito
Puente, Celia Cruz, La Dimensión Latina con Oscar D’León; ellos fueron el
sonido cotidiano de la fiesta y el deporte.
Recuerdo particularmente el disco
Metiendo Mano! Fue el primero del binomio Willie Colón-Rubén
Blades lanzado al público en 1977 y era
una “salsa rara” ¿Por qué? Por la letra. Era inevitable escucharla mientras
bailabas hasta el punto en que te hacía pararte. “Este tipo te cuenta historias del barrio”, pensaba.
Una de las piezas que más me impresionó fue Pablo Pueblo porque, ¿cómo
podías bailar una historia tan triste? Pero la bailabas porque aquí en el
Caribe bailamos nuestras tristezas.
En ese entonces la izquierda
había hecho suyas las denuncias del “Poeta de la Salsa” y era inevitable
relacionar el canto del pueblo en los versos de Rubén. El movimiento político
centraba la protesta y la esperanza como argumento de la injusticia social y
hacía que su discurso fuese uno patente y evidente en un país como Venezuela, particularmente
en una ciudad como Caracas. Con todo lo que eso implicaba en la época.
Sin embargo, algo no cuajaba en
aquellos candidatos de la izquierda, uno no lograba imaginar a un José Vicente
Rangel encarnando las letras de Pablo
Pueblo. Había demasiado dinero y Venezuela era una fiesta continua.
Pero hace 20 años pasó algó, la
gente pudo ponerle cara a Pablo Pueblo en
un nuevo candidato que apareció y gracias a su discurso e imagen la izquierda por
fin llegó al poder. Hoy, 20 años después, el fantasma de ese falso Pablo a
través de los títeres que dejó en la tierra su tan esperado gobierno implantó
la injusticia como condición, dejadez como cotidianidad y la tristeza como
futuro. Ahora los muchachos no juegan
voleibol y es mejor no seguir el sonido de la salsa.
Ahora mismo el juego es otro. Está
integrado por los muchachos de todos los estratos del país, llenos de una sensibilidad
y conciencia social que deberían contagiarnos a los más viejos. El
entrenamiento se hace en la calle, la malicia ya no es jugar el inocente voleibol
sino que es perversa, peligrosa y se juega en toda Venezuela. La salsa ya no suena como antes, el poderoso
pensó que era el propio Pablo Pueblo y
terminó siendo el opresor del que aquel se quejaba. Rubén con su guitarra le
recordó que “Pablo Pueblo no
reprimiría a su gente” y en una versión más lenta y reflexiva, la
letra sigue estando vigente.
El otro se quedó solo con el
baile.
Daniel Atilano
Muy bueno, Daniel.
ResponderEliminar¿Esto es tuyo? Pregunto porque no lo firmas,
¿Es auténticamente autobiográfico?
Me gusta.
Muchas gracias, querido amigo, por compartir estos recuerdos con quienes te admiramos y apreciamos. Además, compartimos también las vivencias musicales, un soundtrack que aún desde antes de comenzar nuestra amistad, ya nos unía. Un gran abrazo.
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