miércoles, 28 de junio de 2017

Mimina, la poetisa

Casco histórico Ciudad Bolívar
Realizando en el 2000 la investigación de “El mundo virtual de Antonio Estévez” sobre la relación entre Antonio Estévez, Jesús Soto y Carlos Raúl Villanueva, le pedí una entrevista a Jesús Soto, quien me la concedió gentilmente, sin ninguna parsimonia ni espera.
En esa conversación Soto entre muchas cosas de importancia  mencionó a una señora, Mimina Rodríguez Lezama, quien posiblemente sabría del paradero de las cintas musicales del Museo de Arte Moderno “Jesús Rafael Soto”.
Al poco tiempo fui para Ciudad Bolívar  para contactarla y entrevistarla sobre el asunto que me interesaba. Pregunté por ella en el museo, averigüe que vivía en la zona colonial de la cuidad. Me enrumbé hacia el casco histórico, cada paso era un camino hacia el pasado, preguntando llegué a la casa,  toque una gran puerta y me atendió un señor, me llevó donde estaba ella.
Mi impresión de la casa sigue siendo una imagen sepia. Mimina era una gran señora entrada en años, cabellera blanca, con lentes,  tez blanca con pecas en sus manos, acostada en una hamaca grande color crema, rodeada de libros apilados en el piso. Me dijo, con voz sobria: “Buenas tardes, yo soy Mimina, poetisa, amiga de Soto, que desea”.
Me presente y atendiendo al gesto que ella me  hacia con su mano me senté en una silla junto a la hamaca.  Recuerdo que hacía mucho calor y la casa estaba iluminada con una luz de sol de tres que entraba por una ventana alta. Le expliqué el motivo de mi visita, las cintas del museo.
Me habló sobre aquella época donde ella se rodeaba de artistas y de la vida artística de Ciudad Bolívar. Que había gente con gran sensibilidad pero que lamentablemente algunos sin este don se habían coleado. Uno de esos insensibles se había montado en la dirección del Museo Soto  perjudicándolo. Me contó que hacía tiempo había rescatado un material que habían botado del museo, entre las cosas parecía haber unos cartuchos que se utilizaban para musicalizar, las tenía guardadas en un baúl junto a otras prendas del maestro Soto. Me alegré mucho ya que había dado con lo que buscaba, pero la alegría me duró un instante al informarme que a la única persona que le podría dar ese material era al mismo maestro Soto. Le informo - con cierta angustia, ya que perdería el viaje si no obtenía las cinta -  la importancia del trabajo.
Ella me sonrió y me preguntó si yo había conocido a Estévez, le respondí extrañado que lo había visto alguna vez en el Conservatorio Juan José Landaeta pero yo era un adolescente, no lo conocí en persona.  Entonces me contó la siguiente anécdota:

Estévez era una persona inquieta y voluntariosa, había venido para acá  ponerle música al Museo. Soto me había dicho que lo atendiera, que era un gran compositor. Ya yo lo sabía por la Cantata Criolla. No pude verlo trabajar. El se encerraba e iba componiendo,  un día vino molesto porque el penetrable no lo dejaba trabajar,  hacia mucho ruido. Entonces se le ocurrió sujetarlo con teipe  y tirro para que no hiciera tanto ruido. Y así fue como  pudo terminar lo que vino hacer. El día que se iba lo acompañé al aeropuerto para despedirlo, cuando  estaba subiendo la escalerilla del avión empiezo a gritar: ¡Mimina, Mimina!  Suelta al sujeto que esta amarrado en el museo, suelta al loco...”

Su reflexión de los artistas y la anécdota le refería sobre  la capacidad que estos tienen para humanizar las cosas: llamar loco a un penetrable y referirse al objeto como una persona. Nos reímos de esto.
Se hacía tarde y tenía que irme le insistí sobre las cintas. La señora se ha puesto a llorar porque  había pasado un buen rato con los recuerdos y me dijo: Me hubiera gustado darte las cintas, pero le di mi palabra a Soto, no puedo. Te deseo toda la suerte con tu trabajo.
Pude terminar el trabajo aquí en Caracas averiguando en el Instituto de Fonología donde recuperé las cintas. Ahora la recuerdo y no sé que habrá pasado con la vida de Mimina. Le estoy agradecido porque me trajo una imagen desconocida de Estévez que hoy comparto con ustedes y una solidaridad que casi ya no existe.

Daniel Atilano

PD. Este cuento fue publicado en el libro "No tengo prisa" en homenaje a Jesús Soto, publicado por Chuchito Sanoja en 2009. Chuchito me informó que Mimina falleció en noviembre de 2006 a los 82 años en Ciudad Bolívar, su restos fueron velados en la Casa de la Cultura Carlos Raúl Villanueva.

[http://talentovenezolano.blogspot.com/2006/11/mimina-rodrguez-lezama-mujer-paradigma.html]

sábado, 24 de junio de 2017

Toqué el cuatro una vez en Nueva York

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Catedral de San Patricio
Nueva York

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Tuve la fortuna de tener unos padres que creyeron en la educación, les agradezco mucho a ellos y a Dios mi suerte. La educación fue la inversión más estructurada en mi infancia, adolescencia y juventud. Ojalá pudiéramos tener un sistema educativo sólido, confiable, al alcance de todos y apreciado como la riqueza más grande del ser humano. En una buena educación el muchacho organiza el ocio que, sin forma ni dirección, le puede llevar a la delincuencia, no importa el nivel social. El ocio puede ser determinante en la vida. La música ocupó mis espacios de esparcimiento, de ocio
El cuatro llenó esos ratos de solaz. Recuerdo que fue un Polo Margariteño tocado por un compañero de tercer grado el detonador de mi destino. Quedé sorprendido al ver un niño igual a mí que podía cantar y tocar. Mi insistencia desde ese momento fue tener un cuatro. Ha debido ser una experiencia latosa para mi madre.
En Caracas, había unos puestos en algunas urbanizaciones que vendían cuatros,  al verlos empezaba la cantaleta de “cómprame un cuatro”. Por fin un diciembre tuve el bendito cuatro que había costado la fortuna de 25 bolívares. Ese gesto maternal definió mi destino. Tocar y tocar, las propagandas, los programas, llevarlo al colegio y tocar canciones del método de Oscar Delipiani. El cuatro me ayudó mucho a conocer personas, reconocer el país y… a ocupar mi ocio.
Hacia finales de los setenta, en la época del ta’ barato dame dos venezolano, mis padres invirtieron en el aprendizaje de una lengua.  Todos o casi todos en mi casa pudimos salir del país aprender inglés, eso nos abrió muchas oportunidades. El  esfuerzo de mis padres rindió frutos en todos nosotros.  En mi viaje a Boston llevé mi cuatro, allí fue donde descubrí lo que hacia la música, sobre todo la música venezolana.
Toqué en la calles para comer cuando no llegaba la renta desde Venezuela, di serenatas junto a  un cantante peruano, parrandeé  hasta el cansancio y conocí a grandes músicos. Justamente, fue gracias a un excelente músico venezolano, Mauro Tortolero, que el cuatro adquirió otra dimensión. Mauro tocaba todos o casi todos los instrumentos, su experticia era el contrabajo pero tocaba con maestría el arpa llanera, tenía una guataca prodigiosa y una memoria inmensa. A fuerza de caseticos e instrucciones de cómo rasguear con la mano derecha aprendí muchísima música llanera que él me grababa y luego corregía cuando le acompañaba en el arpa.
Un día me dijo: vamos a tocar en televisión, tenemos que ensayar. Así conocí a “Pito” quien tocaba las maracas; el bajista, lamentablemente no recuerdo su nombre; Mauro en el arpa y yo en el cuatro. El éxito fue inmediato tocamos en todas partes, nos invitaron a Nueva York a tocar en la Catedral de San Patricio, era mi primer viaje como músico en el exterior, yo no podía con la emoción.
Tocábamos un domingo, partimos el sábado y dormimos en Queens. Para aliviar los nervios del grupo tocamos en una oficina del consulado de Venezuela en Nueva York que se encontraba al lado de la Catedral, todo estaba saliendo muy bien, salimos del consulado y llegamos. Allí estaba San Patricio, mi primera impresión fue extraña, desde afuera la Catedral se veía pequeña como sumergida entre rascacielos. Cuando entramos y se abrió el espacio de la nave principal, todo era inmenso y estaba completamente llena de gente.
Un pequeño detalle, en el trayecto del consulado a la Catedral lo hicimos a pie por la cercanía, recuerdo que hacía mucho frio. Cuando estábamos listos para tocar las 32 cuerdas del arpa se habían  desafinado debido a la temperatura. Mauro con la viveza y rapidez del músico popular teniendo el público esperando, decide no afinar hacia arriba sino que nos pidió al bajista y a mí bajar medio tono. Él tan solo ajustó algunas cuerdas, la rápida operación fue un éxito, ¡afinados!
En el proceso, el único que no había participado era el maraquero, se había quedado extasiado ante el altar, un gran Cristo arriba de nosotros  y las casi 3000 personas que habían acudido esa tarde. Cuando empezamos a tocar el ritmo no cuadraba, las maracas estaban atravesadas. Mauro se da cuenta y comienza a recitarle en el oído al maraquero: picante, picante, picante, señalándole el acento mientras tocaba. Este demasiado nervioso no acertaba el ritmo, estaba arruinando el número. Fue allí el momento memorable de esta experiencia.
Mauro le dijo en voz baja pero con firmeza: ¡Pito,  Pito! mira pa’rriba.
El maraquero asustado le pregunta: ¿qué, ...qué veo?  
Mauro: ¡mírale las bolas a  Cristo!
Pito espetó con una sonrisa: no seas falto e’respeto, estamos en el altar de la iglesia.
Inmediatamente como por arte de magia, Pito agarró el tiempo, todos nos reímos en silencio con picardía cómplice y la música fluyó perfecta el resto de la tarde. Fue un concierto memorable.   Los recursos del músico popular son insospechados.

Hace poco preocupado con la diáspora musical venezolana conformada por excelentes músicos, vi recientemente al extraordinario cuatrista venezolano Jorge Glem tocando en un festival en la estación Gran Central, recordé entonces que...  toqué el cuatro una vez en Nueva York.
Daniel Atilano

miércoles, 21 de junio de 2017

Una de vaqueros

                              
Cuando era chamo, tendría unos diez, once años más o menos, solíamos jugar en un parquecito. Mis amigos me llamaban con un típico silbidito rápido fuiu-fu-fui que inmediatamente tenía en mi un efecto Pavlov- era una emoción incontrolable e inmediata- agarraba mi balón, o el guante, dependiendo de la temporada de futbol o pelota. Dejaba lo que estaba haciendo, salía corriendo y gritando a armar la partida mientras caminábamos hacia el parque,  decidíamos con “pares o nones” o “piedra-papel o tijera” el lado de la cancha que nos podría tocar. Todos sabíamos que podíamos jugar con el sol a favor,  jugando futbol, si le dabas al balón con el ángulo necesario podías encandilar al arquero, un gol seguro; ocurría lo mismo con la pelota, si bateabas un fly por left field el jugador igualmente se cegaba no  atajaba esa pelota nunca, mínimo un hit asegurado.

Mi papá era un fanático de las películas de vaqueros, con él vi Rio Rojo, Río Bravo, Lucha de Gigantes, Vaqueros, La Diligencia y muchas películas protagonizadas por John Wayne, de hecho, cuando llegaba a casa decíamos, “llegó John Wayne”. Siempre estaba trabajando, era lógico, teniendo tantos hijos... Sin embargo, algún que otro sábado o domingo veía la televisión en la tarde y te “invitaba” a ver la película con él. Era un rito obligatorio,  más de una vez me tocó sacrificar la emoción del silbidito por la “invitación” de mi papá para ver películas de vaqueros.
Muchas veces, planeábamos una especie de campeonato entre nosotros, nos íbamos eliminando hasta tener un “campeón de la cuadra”. El torneo estaba acordado en distintos encuentros los fines de semana; por lo tanto, la presencia de mis hermanos y mía era “impelable” y necesaria. Gracias a esta tensión entre silbidito-vaquero-papá mi oído desarrolló una discreción auditiva peculiar en balas y puños en películas de vaqueros.
El western norteamericano se escuchaba  muy distinto que el spaghetti western, no era solamente una cuestión en el doblaje de las voces, sino de balas y puños. Supongo se debía a las frecuencias agudas en el doblaje de los estudios Cinecittá en Roma. Si uno detalla el sonido de las balas y los puños en los western norteamericanos tienen profundidad y una reverberación controlada. En el spaghetti western sonido del era más agudo y tenían un eco o reverberación en ese registro. Ese detalle de doblaje no le gustaba a mi papá prefería cocinar, leer, hablar con mi mamá u otra cosa, pero no veía esas películas. Yo, al tanto del gusto de mi padre, solía escuchar y apreciar el sonido de  las balas o puños de la película, sabía que al sentir el silbidito podría ir o no al juego. Era una cuestión de oído, me acondicioné a escuchar esa diferencia en las balas y puños en las películas de vaqueros. Me había convertido en un experto en el reconocimiento auditivo de balas y puños. Extraño a mi padre y el sonido de las películas de vaqueros.
Lamentablemente, los niños y muchachos de hoy no distinguen las balas de los westerns con sus padres. Reconocen las de verdad, saben  lo que hacen.  Lo han aprendido defendiéndose  de la guardia y policía nacional bolivariana en el asfalto venezolano.
Hubiera preferido para ellos…  una de vaqueros.  

Daniel Atilano

viernes, 16 de junio de 2017

Pablo Pueblo, o volver a la adolescencia.


En mi adolescencia era un fiebruo del voleibol. Mi equipo, LIDES, estaba integrado por jugadores de varios colegios y era entrenado por el profesor de educación física. Todos tuvimos -y aún tienen los muchachos de bachillerato- estos personajes inolvidables en nuestra formación que te ubicaban en la vida de la ciudad, en la conciencia social, en tu relación con el otro. Él nos decía que en los colegios no se aprendía la malicia del juego ya que ésta se movía en la calle y que si la queríamos encontrar teníamos que buscar la candela donde estaban los jugadores de verdad. Nos inició entonces en un periplo por una Caracas hasta el momento desconocida por nosotros que nos lllevó a jugar en las caimaneras del Parque Miranda (el de antes), San Agustín del Sur, la Bombilla, Mesuca, el Liceo Andrés Bello, el Pedagógico, la Facultad de Ciencias y la cachucha en la UCV.
Nos acostumbramos a jugar en estos sitios y vivir la malicia del juego; el amague, la jugada rápida, a reventar la bola, al cambio de velocidad pero sobre todo a aprender a perder hasta ganar. El ritual de aprendizaje incluía la salsa que resultó siendo parte importante de mi instrucción musical. La salsa animaba los juegos, la tribuna, los jugadores y entrenadores bailaban y coreaban las canciones de Fania y a veces servía hasta de guía porque cuando no sabíamos dónde quedaba la cancha seguíamos la música hasta encontrarla. Fue así también como me inicié en el baile.  
Pero nunca fui un gran bailador de salsa como mi amigo Néstor,  cuya colección de discos de este género era extensa y actualizada. Sus hermanas fueron las que me enseñaron los pasos que sé y gracias a ellas me defendí en las fiestas de entonces en la que mi juventud se paseó entre los sonidos de músicos y cantantes como Willie Colón, Hector Lavoe, Maelo, Cheo Feliciano, Tito Puente, Celia Cruz, La Dimensión Latina con Oscar D’León; ellos fueron el sonido cotidiano de la fiesta y el deporte.
Recuerdo particularmente el disco Metiendo Mano!  Fue el primero del binomio Willie Colón-Rubén Blades  lanzado al público en 1977 y era una “salsa rara” ¿Por qué? Por la letra. Era inevitable escucharla mientras bailabas hasta el punto en que te hacía pararte.  “Este tipo te cuenta historias del barrio”, pensaba. Una de las piezas que más me impresionó fue Pablo Pueblo porque, ¿cómo podías bailar una historia tan triste? Pero la bailabas porque aquí en el Caribe bailamos nuestras tristezas.
En ese entonces la izquierda había hecho suyas las denuncias del “Poeta de la Salsa” y era inevitable relacionar el canto del pueblo en los versos de Rubén. El movimiento político centraba la protesta y la esperanza como argumento de la injusticia social y hacía que su discurso fuese uno patente y evidente en un país como Venezuela, particularmente en una ciudad como Caracas. Con todo lo que eso implicaba en la época.
Sin embargo, algo no cuajaba en aquellos candidatos de la izquierda, uno no lograba imaginar a un José Vicente Rangel encarnando las letras de Pablo Pueblo. Había demasiado dinero y Venezuela era una fiesta continua.
Pero hace 20 años pasó algó, la gente pudo ponerle cara a Pablo Pueblo en un nuevo candidato que apareció y gracias a su discurso e imagen la izquierda por fin llegó al poder. Hoy, 20 años después, el fantasma de ese falso Pablo a través de los títeres que dejó en la tierra su tan esperado gobierno implantó la injusticia como condición, dejadez como cotidianidad y la tristeza como futuro. Ahora los  muchachos no juegan voleibol y es mejor no seguir el sonido de la salsa.
Ahora mismo el juego es otro. Está integrado por los muchachos de todos los estratos del país, llenos de una sensibilidad y conciencia social que deberían contagiarnos a los más viejos. El entrenamiento se hace en la calle, la malicia ya no es jugar el inocente voleibol sino que es perversa, peligrosa y se juega en toda Venezuela.  La salsa ya no suena como antes, el poderoso pensó que era el propio Pablo Pueblo y terminó siendo el opresor del que aquel se quejaba. Rubén con su guitarra le recordó que Pablo Pueblo no reprimiría a su gente” y en una versión más lenta y reflexiva, la letra sigue estando vigente.

El otro se quedó solo con el baile.

Daniel Atilano