Ensamble Latinoamericano de Música Contemporánea Simón Bolívar
El mundo infantil es maravilloso
e imaginativo, los niños nos sorprenden
en todo momento con sus ocurrencias, modos distintos de pensar y abordar un
problema. Siempre se aprende de ellos. Todo niño es un proyecto futuro, una apuesta futura, lamentablemente, como sociedad hemos fallado en ese aspecto.
Es estupendo cuando un niño logra
prefigurar su futuro en su imaginación, se visualiza o imagina como será. Es un
ejercicio que realizo con frecuencia cuando tengo oportunidad de compartir con
ellos. Hace años los niños se imaginaban como sus padres, de allí la importancia del modelaje, hoy la
competencia con la tecnología y la comodidad, en muchos casos, hacen que la visualización e imaginación del
futuro sea inalcanzable, sin sentido y manipulable. Aún así los niños nos
sorprenden.
Cuando realicé la investigación
sobre la música electroacústica de Antonio Estévez me pregunté muchas veces cómo
y por qué Estévez llegó allí, a esa estética, a ese modo de pensar la música, siendo en ese
momento uno de los compositores de más éxito. Ese cambio de lenguaje y formato
de expresión lo afectó mucho, tanto que, según algunos expertos, catalogan ese periodo de Estévez como un
momento de silencio de su creatividad musical. Él siempre cuestionó este
periodo como un descubrimiento necesario que no le pertenecía, su formación se
basó en el lenguaje musical tradicional aprendido del Maestro Vicente Emilio
Sojo. Asimismo, existen algunos cuentos y mitos urbanos sobre la relación complicada
entre Estévez y Sojo luego de su regreso de Europa debido a ese asunto de la
enseñanza musical. Lo cierto es que la respuesta a la inquietud del cambio de
estética la encontré en su niñez.
José Balza en su Iconografía sobre Antonio Estévez nos
menciona que cuando llega a Paris queda impactado con la audición de Gesang der
Jünglinge (Canción de los Jóvenes) de K.
H. Stockhausen, empieza entonces su aproximación y comprensión de la música
concreta. Balza señala lo siguiente:
En este período, dos recuerdos perdidos
buscan a Antonio Estévez. Uno de ellos fue fijado a los ocho años. Para
entonces, el niño contribuía en algo con el trabajo de su padre. Le
correspondía vigilar la planta de hielo, en el negocio de aquél, y quedaba solo
largo rato. Un detalle contradictorio lo hipnotiza allí: puede ver la polea y
su correa, girando sin cesar; sabe que de allí viene un zumbido: y hasta aquí
todo resulta claro. ¿Pero esa música, esas variaciones agudas y suaves que
interrumpen el silencio, de dónde vienen? ¿Son producidas simplemente por la
polea o es un secreto que la máquina quiere transmitir al niño? (Balza,
1982: 22).
No sabemos si esto fue cierto o no, en todo caso, ese sonido escuchado
e imaginado por un niño a los ocho años se activaría en su mente en la madurez. Lo investigó,
experimentó y expuso ante todos dando a lugar a una música electroacústica, extraña
y cruda que le da sentido a la vida del gran compositor Antonio Estévez.
Justamente, con ese espíritu surge Preludio
de la Infancia, un homenaje a la niñez, a la vida y obra de Antonio Estévez.
Gracias a la creación de esa música pude aproximarme con mayor certeza a la relación entre la
música y la arquitectura.
Hace poco encontré el vídeo que encabeza esta entrada. Fue publicado por el XVIII Festival
Latinoamericano de Música. Una grata sorpresa que agradezco a todo ese equipo
del festival, principalmente a Alfredo Rugeles y Diana Arismendi, dos personas
muy importantes en la difusión de la música académica en Venezuela.
Daniel Atilano
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